Sangre vecina
Sangre vecina. Aire que pido
a gritos por las venas en la unidad del
labio.
Perfil que sueño en mis brazos como dúctil
paloma
que espanta las palabras terribles:
basta un instante con tu corazón a solas,
y ya tengo la miel corriendo por las
calles;
anegando avenidas; subiendo a las
cornisas,
o poniendo un punto dulce al dolor del
almendro.
Basta con cerrar los ojos y pensarte
dentro,
y este frío silencio recobra las palabras
o volumen o cualquier cosa tibia.
Ven:
recala, escalón por escalón, la intimidad
de mi sangre,
ahogada como jirones de luz amordazando el
pecho
–esa es la forma de decirte que no tengo
territorios
más amplios que lo que den de sí tus
manos,
cuando cumplo la estrategia de buscarme
patria
donde anidar sin miedo–.
Ven:
no hay nada despierto; nada palpita; sólo
el amor existe.
Nuestro,
en el viaje, como dos solas butacas.
Nuestro,
calado hasta las uñas, cuando se agotan
las cifras
–números impotentes más allá del suelo–;
mientras tú y yo seguimos;
mientras tú y yo cubrimos una altura sin
techo
por esta dirección de nudo o pájaro
apretado
que escogimos juntos.
Ven:
nacimos para ser de trenza;
para agarrarnos fuerte, hasta confundir los
ecos:
yo no puedo volar más allá de tus alas,
y tú no puedes huir más allá de mis pasos.
Juntos o presos:
yo dejo mi tiempo atado a tu cintura;
tú, la vida alrededor de mi cuello.
Autor, José Luis Rico