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Cicatriz de vuelo
Esa
onda que nace
a
las puertas de un gemido transparente,
donde
los vuelos encendidos no quieren desvelarse;
como
crespones negros o permanentes lunas doloridas.
Esa
tremenda cicatriz
–tan
grande como un ala–
donde
recordar es toda una derrota
de
cereal profundo caído y golpeado;
de
genital o soplo ganado por la tierra,
mientras
la piedra roja se nos curva como un tallo
enfermo.
Aquí,
el
prófugo del surco
se
siente atado al surco para siempre.
Aquí,
combatido
por un ángel secreto, siente el degüello
de
sus flores vencidas.
Y
hay una herencia de grito
que
por un instante, inevitable, se abraza con las plumas.
La
tierra –o piel– quieta, lasciva,
con
un cadáver inmutable entre los pechos,
invita
o somete o calcula un horizonte
de
leche anudada,
donde
las sombras alargan los brazos
buscando
a lo alto sus estambres.
La
tierra y una cintura.
La
tierra o ese ruidillo que frena los huesos.
La
tierra con un profundo labio
donde
desemboca la sangre rodeando al silencio.
Esta
estatura del carbón;
esta
angustiosa fidelidad del zapato
a su
planeta;
este
crujir de noche por los cinco sentidos
dando
lenta temperatura al odio.
Todo
lo que no puede comprender
esta
realidad de firmamento boqui abajo:
un
murmullo en vertical, una espiga flotante,
un
ceremonial de párpados ingrávidos,
Dios,
la luna, el vuelo,
el
vuelo, el vuelo…
Y
todo aquí
como
un otoño a pique –seriamente temblando–
en
el que un harapiento pétalo acabado,
una
hoja o ese papel elegantemente inútil,
flotan
como noble espíritu,
como
el amanecer –¡oh, mar de soles!–
como
el beso que -no gastado- siempre fresco,
puede
buscar eternamente a su pareja.
Mientras
nosotros –nuestra oscura cabeza–
como
el escualo ofendido ante la sangre;
como
el asta tenaz ante el capote muerto,
obstinamos
la frente cuerpo a tierra
y
prendemos a los ojos palomas de lastre.